lunes, 21 de julio de 2014

La inteligencia es un rasgo psicológico escandalosamente estable

Elliot M. Tucker-Drob y Daniel E. Briley publican un extenso meta-análisis en ‘Psychological Bulletin’ sobre la influencia genética y no-genética en las diferencias cognitivas. Además, calculan si existen cambios en esas influencias durante el ciclo vital. Eso si, admiten que no poseen demasiados estudios que analizar (15) y que la mayor parte son con niños (desde los 6 meses de edad) y viejos (hasta los 77 años de edad), habiendo una importante laguna en individuos adultos (los humanos de mediana edad parecen ser poco interesantes para los investigadores).


Hacen sus estimaciones sobre 150 combinaciones temporales (con una media de 6 años de separación entre las medidas del mismo grupo de individuos), más de 4 mil pares de gemelos idénticos criados juntos (34 pares criados por separado), casi 8 mil pares de gemelos no-idénticos criados juntos (78 pares criados por separado), 141 pares de hermanos adoptivos, y 143 pares de hermanos biológicos.

Los análisis son tan complejos que provocan ligeros escalofríos en el lector y los autores se ven obligados a hacer bastantes inferencias para rellenar ausencias, lo que dificulta obtener una imagen nítida de los resultados –que son los siguientes:

1.- La estabilidad fenotípica de las medidas cognitivas es escasa en la niñez (.30), pero crece rápidamente (.60 a los diez años de edad) y llega al nivel máximo al final de la adolescencia (.80). La estabilidad genética y la del ambiente compartido es sustancial (.78 y .67, respectivamente), mientras que la del ambiente no-compartido es reducida (.17).

2.- Los factores genéticos son los principales responsables del aumento en la estabilidad fenotípica con el paso de los años. La contribución del ambiente no-compartido también aumenta con la edad. Los genes dan cuenta del 75% de la estabilidad, mientras que el ambiente no-compartido captura un 20%.

3.- La estabilidad se reduce conforme aumenta el tiempo entre las medidas del fenotipo.

4.- La influencia genética sobre la inteligencia cristalizada es menor que sobre la inteligencia fluida.


Estas conclusiones no son en absoluto novedosas o sorprendentes. Quizá por eso el artículo es cansinamente prolijo en detalles sobre los modelos conceptuales disponibles con respecto a la influencia de los factores genéticos y no-genéticos: 1) canalización genética (la selección natural produce genotipos que se desarrollan a pesar de la heterogeneidad del ambiente), 2) canalización por la experiencia (las vivencias marcan el desarrollo), 3) estabilidad de la experiencia (efectos sistemáticos y recurrentes del contexto económico, social y educativo), 4) interacción y correlación genotipo-ambiente, 5) dinamismo. Estos modelos permiten establecer una serie de predicciones para interpretar la evidencia empírica.

Recuerdan los autores que la inteligencia es el rasgo psicológico más estable, hasta el punto de que los valores en la edad adulta son tan elevados como la fiabilidad de la medida.

El artículo incluye un extenso apartado sobre las técnicas estadísticas que se usarán para analizar los datos longitudinales (incluyendo los modelos Cholesky) que haría las delicias de los especialistas en metodología. Se supone que esas técnicas permiten atacar las preguntas esenciales que buscan respuesta en este informe:

1.- ¿Hasta qué punto son estables las influencias genéticas y no-genéticas?
2.- ¿Hasta qué punto cambia esa estabilidad en distintos periodos de la vida?
3.- ¿En qué grado subyacen los factores genéticos y no-genéticos a los cambios en la estabilidad de la inteligencia?
4.- ¿Qué variables moderan la estabilidad fenotípica, genética y no-genética?

La conclusión general que los autores derivan de sus cálculos es que los modelos transaccionales son los más consistentes con los datos. Es decir, el factor clave es la interacción y la correlación genotipo-ambiente. Sin embargo, subrayan que la estabilidad genética es prácticamente perfecta a partir de los diez años de edad (y permanece así durante el resto del ciclo vital).


Mi lectura de los resultados es algo distinta: si se excluye esa parte del ciclo vital en la que nuestras opciones de elección están claramente limitadas (cuando somos niños son los padres quienes eligen por nosotros), durante el resto del tiempo que paramos por estos lares, a medida que ganamos opciones de actuación, nuestro genotipo se erige en principal protagonista de nuestra historia (“a medida que crecen, los niños eligen y evocan niveles diferenciales de estimulación según su genotipo”). Nos conduce hacia determinadas situaciones y nos aleja de otras. Nos lleva a interpretar los sucesos según nuestro prisma. Nos ayuda a manipular las situaciones perturbadoras para que se adecúen a nosotros. Elegimos amistades congruentes con nuestro genotipo. Nos afiliamos a grupos afines. Y usamos nuestras virtudes para escalar posiciones en la jerarquía social a la vez que ocultamos nuestros indudables defectos.

En la parte final se argumenta sobre la necesidad de combinar estudios sobre el ciclo vital con la genética y la neurociencia: “los investigadores no han examinado realmente cómo las influencias genéticas sobre la neurobiología son compartidas con las influencias genéticas sobre la cognición”. Naturalmente rescatan aquí la idea de endofenotipo. Se debería explorar si la estabilidad de la influencia genética sobre la cognición se encuentra mediatizada por las influencias genéticas sobre la estructura cerebral.

Tengo la sensación de que los autores desconocen proyectos como, por ejemplo, el ENIGMA, dirigidos precisamente a resolver preguntas asociadas a esa clase de exploración.




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