El rango de reacción es un fenómeno
conocido desde hace mucho tiempo en genética. En esencia, la idea
es que especímenes con distintos genotipos presentan diferentes márgenes de
cambio en respuesta a las condiciones del entorno. Y eso subyace a la
naturaleza más elástica que plástica del cambio.
Si una goma se estira demasiado, se
rompe.
Cuando deja de estirarse recupera su
longitud en estado de reposo.
Pensamos que los grandes tenistas o los
maestros del ajedrez alcanzan sus envidiables registros a través de una
extensísima práctica. Quienes trabajan más intensamente llegan más lejos que
aquellos menos implicados en el entrenamiento, que los que se esfuerzan menos
por superarse.
Algo similar suponemos que sucede en
la educación o en el mundo del trabajo. Los chavales que se esfuerzan más
obtienen las mejores calificaciones. Los trabajadores más entregados obtienen
mejores dividendos y son, por tanto, mejor valorados por sus jefes.
El reverso tenebroso de ese supuesto es
la (a veces macabra) idea de que quien no llega más lejos es porque no se
esfuerza lo suficiente. Con la debida inversión, con la suficiente entrega por
su parte, podría alcanzar cualquier logro imaginable.
Científicos como K. A. Ericsson han propuesto que las diferencias entre expertos y
novicios pueden explicarse completamente por el esfuerzo, sin necesidad de
recurrir a algún supuesto talento innato. Los medios de comunicación, y algunos
de sus representantes, han abrazado esta idea.
Es el caso del libro de Malcolm Gladwell, ‘Outliers’, donde propone la Regla de las
10.000 horas.
Sin embargo, la investigación es
incongruente con tesis como la de Gladwell. La práctica deliberada y el
esfuerzo son indudablemente importantes, pero hasta cierto punto. Ni siquiera
tiene por qué ser el factor que explique la mayor parte de las diferencias que
separan a quienes alcanzan mayores y menores logros.
En el caso del ajedrez, por ejemplo, algunos
necesitan algo más de 700 horas para alcanzar el grado de maestro, mientras que
otros requieren más de 16.000 horas.
Un reciente meta-análisis de casi 90
estudios, publicado en Psychological Science, reveló que las
diferencias en el tiempo invertido en practicar se asocia a los logros: quienes
practican más, llegan más lejos. Pero la proporción de varianza nunca supera el
30%. Por tanto, otros factores deben contribuir a explicar las diferencias en
los logros.
Las diferencias genéticas son unas
prometedoras candidatas. De hecho, existe alguna investigación en la que se concluye
que las diferencias en el tiempo invertido en practicar habilidades musicales no
contribuye al nivel de pericia alcanzado por gemelos idénticos.
Existen diferencias de partida que
cuentan a la hora de comprender la distancia que nos separa cuando competimos
por alcanzar determinados logros valorados socialmente.
No somos tabulas rasas.
Negar la contribución de las
diferencias genéticas a nuestras diferencias de capacidad para alcanzar
determinados logros es ridículo y contradice lo que la ciencia conoce al
respecto. Al menos por ahora.
Actuar como si todos fuésemos creados
iguales en nuestras capacidades puede ser mucho más pernicioso que admitir esas
diferencias. Alimentar desmesuradas esperanzas en un chaval, tales como que con
el debido esfuerzo llegará a emular a Albert
Einstein o a Leo Messi, puede
producir un daño irreparable en su desarrollo.
El mito de que todos somos creados
con idéntico potencial puede llevar al borde del colapso vital. La gente puede
encontrar su lugar en el mundo, sin necesidad de meterse en el cuerpo el veneno
del éxito. No es necesario vender el mensaje de que si no llegas a golpear el
balón como el astro argentino debes considerarte un desgraciado, debes
castigarte por no haberte esforzado lo suficiente.
Esa visión mítica hace daño.
Poner límites a la baja es tan negativo
como hacerlo al alza.
Cada cual debe encontrar hasta donde
le permite llegar su rango de reacción sin estirar demasiado la goma de su
capacidad.
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