miércoles, 26 de noviembre de 2014

Práctica y capacidad

El rango de reacción es un fenómeno conocido desde hace mucho tiempo en genética. En esencia, la idea es que especímenes con distintos genotipos presentan diferentes márgenes de cambio en respuesta a las condiciones del entorno. Y eso subyace a la naturaleza más elástica que plástica del cambio.


Si una goma se estira demasiado, se rompe.

Cuando deja de estirarse recupera su longitud en estado de reposo.

Pensamos que los grandes tenistas o los maestros del ajedrez alcanzan sus envidiables registros a través de una extensísima práctica. Quienes trabajan más intensamente llegan más lejos que aquellos menos implicados en el entrenamiento, que los que se esfuerzan menos por superarse.

Algo similar suponemos que sucede en la educación o en el mundo del trabajo. Los chavales que se esfuerzan más obtienen las mejores calificaciones. Los trabajadores más entregados obtienen mejores dividendos y son, por tanto, mejor valorados por sus jefes.

El reverso tenebroso de ese supuesto es la (a veces macabra) idea de que quien no llega más lejos es porque no se esfuerza lo suficiente. Con la debida inversión, con la suficiente entrega por su parte, podría alcanzar cualquier logro imaginable.

Científicos como K. A. Ericsson han propuesto que las diferencias entre expertos y novicios pueden explicarse completamente por el esfuerzo, sin necesidad de recurrir a algún supuesto talento innato. Los medios de comunicación, y algunos de sus representantes, han abrazado esta idea.

Es el caso del libro de Malcolm Gladwell, ‘Outliers’, donde propone la Regla de las 10.000 horas.

Sin embargo, la investigación es incongruente con tesis como la de Gladwell. La práctica deliberada y el esfuerzo son indudablemente importantes, pero hasta cierto punto. Ni siquiera tiene por qué ser el factor que explique la mayor parte de las diferencias que separan a quienes alcanzan mayores y menores logros.

En el caso del ajedrez, por ejemplo, algunos necesitan algo más de 700 horas para alcanzar el grado de maestro, mientras que otros requieren más de 16.000 horas.

Un reciente meta-análisis de casi 90 estudios, publicado en Psychological Science, reveló que las diferencias en el tiempo invertido en practicar se asocia a los logros: quienes practican más, llegan más lejos. Pero la proporción de varianza nunca supera el 30%. Por tanto, otros factores deben contribuir a explicar las diferencias en los logros.

Las diferencias genéticas son unas prometedoras candidatas. De hecho, existe alguna investigación en la que se concluye que las diferencias en el tiempo invertido en practicar habilidades musicales no contribuye al nivel de pericia alcanzado por gemelos idénticos.

Existen diferencias de partida que cuentan a la hora de comprender la distancia que nos separa cuando competimos por alcanzar determinados logros valorados socialmente.

No somos tabulas rasas.

Negar la contribución de las diferencias genéticas a nuestras diferencias de capacidad para alcanzar determinados logros es ridículo y contradice lo que la ciencia conoce al respecto. Al menos por ahora.

Actuar como si todos fuésemos creados iguales en nuestras capacidades puede ser mucho más pernicioso que admitir esas diferencias. Alimentar desmesuradas esperanzas en un chaval, tales como que con el debido esfuerzo llegará a emular a Albert Einstein o a Leo Messi, puede producir un daño irreparable en su desarrollo.

El mito de que todos somos creados con idéntico potencial puede llevar al borde del colapso vital. La gente puede encontrar su lugar en el mundo, sin necesidad de meterse en el cuerpo el veneno del éxito. No es necesario vender el mensaje de que si no llegas a golpear el balón como el astro argentino debes considerarte un desgraciado, debes castigarte por no haberte esforzado lo suficiente.

Esa visión mítica hace daño.

Poner límites a la baja es tan negativo como hacerlo al alza.

Cada cual debe encontrar hasta donde le permite llegar su rango de reacción sin estirar demasiado la goma de su capacidad.


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