De algún modo sabemos la
respuesta a la pregunta, pero eso no quita que con frecuencia nos la hagamos.
Es decir, en principio, sin duda, queremos saber la verdad, evidentemente
porque sin saber la verdad difícilmente podremos relacionarnos con el mundo en
el que vivimos ni podremos gestionar nuestra propia vida. No obstante, sabemos
también que en algunas circunstancias mantenemos nuestras ideas o convicciones,
incluso aunque la sospecha de que sean falsas sea muy fuerte. O preferimos no
enterarnos, permanecer ignorantes porque tememos que, si llegáramos a saber, desvelaríamos
algo que realmente nos perjudica o nos veríamos obligados a tomar decisiones
que muy probablemente alterarían la tranquilidad de nuestras vidas.
Consciente soy de que la discusión
filosófica sobre la verdad es compleja y son diversas las teorías que se han
propuesto, algunas de ellas contradictorias y otras compatibles o
complementarias. Sin ánimo de zanjar el asunto, en estas reflexiones manejo la
verdad en tres sentidos básicos:
1. Correspondencia entre lo que
afirmamos y la realidad.
2. Afirmación bien argumentada
y empíricamente fundamentada.
3. Coherencia a lo largo del
tiempo y entre las diferentes partes o elementos que conforman lo que estamos
afirmando.
Las dos primeras tienen mucho
que ver con la verdad, tal y como se entiende en la investigación científica
(en todas las ciencias, no solo en las llamadas «duras») e incluye la
posibilidad de verificación y falsación, y también la comprobación de que
nuestras afirmaciones funcionan y se cumplen en la práctica.
La tercera tiene más que ver
con lo que algunos filósofos llaman verdad testimonial, es decir, con el hecho
de que nosotros mismos intentamos ser coherentes y veraces.
Pues bien, está claro que somos
seres que buscan y necesitan la verdad como condición necesaria para la
supervivencia, y también para lograr una vida plena y dotada de sentido, pero también
está bastante claro que la búsqueda de la verdad no es tarea fácil.
Superados ciertos límites y
llegados a ciertas situaciones, ocurre con frecuencia que la verdad queda
relegada a un segundo plano e incluso es simplemente sacrificada y solo se
termina imponiendo, cuando lo logra, tras largos y denodados esfuerzos por
hacerla salir a la luz. Esto es, sabemos que no es tan sencillo ser coherente y
tampoco lo es exponer la verdad cuando todo lo que nos rodea dificulta su
búsqueda y languidece el interés por encontrarla.
Cuando se habla de la
democracia aparecida en la Atenas clásica, en tiempos de Pericles, se suele mencionar dos rasgos fundamentales: la isegoría y la isonomía.
La primera consiste en
reconocer que todos los ciudadanos tienen igual derecho a hablar en público
para defender sus opiniones políticas. La segunda es la igualdad ante la ley.
Pero se olvida un tercer rasgo fundamental, la parresia,
a la que Foucault dedica un muy interesante
análisis.
La parresia es la voluntad de
decirlo todo, lo que exige, por tanto, la libertad de expresión antes
mencionada, sin cortapisas ni coacciones de ningún tipo. Pero, siguiendo a
Foucault, requiere igualmente dejar claro y en público cuál es la relación
personal que uno mismo mantiene con esa verdad: exige franqueza al hablar y
capacidad de argumentación, no de persuasión; e implica también coraje para no
permanecer callado cuando es necesario hablar, arrostrando si es necesario el
riesgo de la propia seguridad profesional y personal, incluso de la propia
vida.
Dos personajes simbolizan bien el
valor de la veracidad que han cimentado la cultura occidental: Sócrates, representante de nuestras raíces
greco-latinas, y Jesús, continuador
de la tradición judía e iniciador de la tradición cristiana. Muertes muy
diferentes, sin duda, pero ambas estrechamente relacionadas con decir la verdad
y dar testimonio de ella.
Afortunadamente la libertad de
expresión, al menos en nuestro contexto cultural, no afronta, salvo
circunstancias muy excepcionales, riesgos de muerte, pero sí se enfrenta a
otros riesgos, sobre todo de tipo profesional. Ese es el tema que aborda el
libro de Alice Dreger, Galileo’s Middle Finger. The Search for
Justice in Science, que ya ha comentado con acierto Roberto en este
blog. Justo en el mundo de la ciencia, en el que siguiendo el ideal ético
planteado por Robert Merton hace
años, debe imperar ese afán por buscar la verdad, encontrarla y compartirla con
la comunidad, en ese mundo asistimos a reiteradas persecuciones contra
quienes osan contravenir los «dogmas» que determinan el paradigma dominante.
Este es, en estos momentos, uno
de los problemas más graves, en gran parte porque pasa desapercibido al estar
presente en todos los ámbitos en los que se fragua y expresa la opinión pública.
No deja de ser una variante de los ídolos del teatro de los que habló Francis Bacon justo en el período
inicial del nacimiento de la ciencia moderna. Luis M. Linde, actual gobernador del Banco de España, escribía una
buena reseña de varias obras que exploraban esta nociva plaga de lo
políticamente correcto, que cercenaba la libertad de investigación y la
creatividad científica. El título, sugerente, era «Animal
grotesco, pero feroz»
Estas sutiles, pero tenaces,
imposiciones debilitan el coraje que es necesario para defender
argumentativamente, apoyados en sólidas evidencias, aquello que pensamos que es
verdad. Hacemos concesiones a esos ídolos del teatro porque terminamos por
darles plena validez. En otros momentos, cedemos debido a esas pequeñas
miserias de la vida cotidiana que nos atenazan a todos los seres humanos: las
presiones ambientales, en general implícitas, son fuertes y en algunos casos
peligra el puesto de trabajo, la carrera profesional o simplemente el acceso y
disfrute de pequeñas prebendas que logramos, pero también necesitamos, para desempeñar
nuestro trabajo. La excusa del mal menor siempre nos viene bien para justificar
por qué callamos en algunos momentos o por qué perdemos filo crítico en nuestro
pensamiento dando por supuesto. O por qué defendemos ideas que en el fondo
sabemos que no son verdaderas.
Peor todavía es que, cuando
alguien expresa en público algo políticamente incorrecto, con cierta facilidad
de renuncia al debate argumentativo y se pasa a la confrontación directa. El
disidente es el enemigo y, siguiendo la visión de la política de Carl Smith, está claro que al enemigo
ni agua y que frente a él solo cabe la descalificación
inicial para lograr su derrota total. Es decir, se está incumpliendo un
principio básico de la lógica conversacional: conceder al otro la máxima credibilidad
como punto de partida y no incurrir de entrada en la falacia ad homimem (quienes denuncian el impacto
negativo de lo políticamente incorrecto son de derechas, por no decir unos
fascistas o unos leninistas bolivarianos). Y desde luego se está renunciando al ejercicio
de la razón sine ira ac studio, como
exigía Tácito.
Se trata, por tanto de desarrollar
una escucha inteligente que incluye no solo hacer un esfuerzo por entender
realmente lo que la otra persona quiere decir, sino en pensar que puede tener
realmente razón y que eso dependerá de los argumentos y evidencias que aporte.
Lo contrario es reproducir la patética e infructuosa discusión provocada por el
célebre libro de Sokal sobre las imposturas intelectuales.
Nada más lejos del
relativismo epistemológico, otra de las grandes epidemias que generan un clima
de abandono en la búsqueda de la verdad. La investigación científica parte
del supuesto de que la verdad existe, de que podemos encontrarla y de que
merece la pena hacerlo, pues se nos va en ello alcanzar una vida digna de ser
vivida. Las afirmaciones que hacemos no son puros constructos, cuyo valor no va
más allá del contexto desde el que se habla. Asumido un simplificado
constructivismo relativista, se repite con machacona
insistencia que todas las opiniones son respetables.
Esta posición tiene dos
ventajas importantes: blindamos nuestras propias opiniones frente a críticas
ajenas y nos ahorramos la ardua tarea de demostrar la veracidad o falsedad de
las opiniones.
Eso sí, olvidamos que hay
opiniones inaceptables y que el valor de una opinión está vinculado única y
exclusivamente a la argumentación que la sustenta. Hay que respetar siempre el
derecho de una persona a expresar lo que opina, pero sus opiniones solo podrán
ser tenidas en cuenta en la medida en
que estén avaladas por sólidas evidencias y argumentos.
No voy a ser tan pesimista como
para decir que el mundo
de la academia y de los intelectuales está alejado del compromiso con la
verdad, pero desde luego hay señales inequívocas de que los ciudadanos de la
sociedad actual, en especial la sociedad de los países
del ámbito occidental, no somos tan exigentes en la defensa de la verdad como
deberíamos serlo.
Debe ser que sabemos mucho de derechos y poco de parresia.
O quizá es algo más pedestre: nos da pereza ponernos a pensar en serio.
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