domingo, 28 de febrero de 2016

¿En serio queremos saber la verdad? –por Félix García Moriyón

De algún modo sabemos la respuesta a la pregunta, pero eso no quita que con frecuencia nos la hagamos. Es decir, en principio, sin duda, queremos saber la verdad, evidentemente porque sin saber la verdad difícilmente podremos relacionarnos con el mundo en el que vivimos ni podremos gestionar nuestra propia vida. No obstante, sabemos también que en algunas circunstancias mantenemos nuestras ideas o convicciones, incluso aunque la sospecha de que sean falsas sea muy fuerte. O preferimos no enterarnos, permanecer ignorantes porque tememos que, si llegáramos a saber, desvelaríamos algo que realmente nos perjudica o nos veríamos obligados a tomar decisiones que muy probablemente alterarían la tranquilidad de nuestras vidas.

Consciente soy de que la discusión filosófica sobre la verdad es compleja y son diversas las teorías que se han propuesto, algunas de ellas contradictorias y otras compatibles o complementarias. Sin ánimo de zanjar el asunto, en estas reflexiones manejo la verdad en tres sentidos básicos:

1. Correspondencia entre lo que afirmamos y la realidad.
2. Afirmación bien argumentada y empíricamente fundamentada.
3. Coherencia a lo largo del tiempo y entre las diferentes partes o elementos que conforman lo que estamos afirmando.

Las dos primeras tienen mucho que ver con la verdad, tal y como se entiende en la investigación científica (en todas las ciencias, no solo en las llamadas «duras») e incluye la posibilidad de verificación y falsación, y también la comprobación de que nuestras afirmaciones funcionan y se cumplen en la práctica.

La tercera tiene más que ver con lo que algunos filósofos llaman verdad testimonial, es decir, con el hecho de que nosotros mismos intentamos ser coherentes y veraces.

Pues bien, está claro que somos seres que buscan y necesitan la verdad como condición necesaria para la supervivencia, y también para lograr una vida plena y dotada de sentido, pero también está bastante claro que la búsqueda de la verdad no es tarea fácil.

Superados ciertos límites y llegados a ciertas situaciones, ocurre con frecuencia que la verdad queda relegada a un segundo plano e incluso es simplemente sacrificada y solo se termina imponiendo, cuando lo logra, tras largos y denodados esfuerzos por hacerla salir a la luz. Esto es, sabemos que no es tan sencillo ser coherente y tampoco lo es exponer la verdad cuando todo lo que nos rodea dificulta su búsqueda y languidece el interés por encontrarla.


Cuando se habla de la democracia aparecida en la Atenas clásica, en tiempos de Pericles, se suele mencionar dos rasgos fundamentales: la isegoría y la isonomía.

La primera consiste en reconocer que todos los ciudadanos tienen igual derecho a hablar en público para defender sus opiniones políticas. La segunda es la igualdad ante la ley. Pero se olvida un tercer rasgo fundamental, la parresia, a la que Foucault dedica un muy interesante análisis.

La parresia es la voluntad de decirlo todo, lo que exige, por tanto, la libertad de expresión antes mencionada, sin cortapisas ni coacciones de ningún tipo. Pero, siguiendo a Foucault, requiere igualmente dejar claro y en público cuál es la relación personal que uno mismo mantiene con esa verdad: exige franqueza al hablar y capacidad de argumentación, no de persuasión; e implica también coraje para no permanecer callado cuando es necesario hablar, arrostrando si es necesario el riesgo de la propia seguridad profesional y personal, incluso de la propia vida.

Dos personajes simbolizan bien el valor de la veracidad que han cimentado la cultura occidental: Sócrates, representante de nuestras raíces greco-latinas, y Jesús, continuador de la tradición judía e iniciador de la tradición cristiana. Muertes muy diferentes, sin duda, pero ambas estrechamente relacionadas con decir la verdad y dar testimonio de ella.


Afortunadamente la libertad de expresión, al menos en nuestro contexto cultural, no afronta, salvo circunstancias muy excepcionales, riesgos de muerte, pero sí se enfrenta a otros riesgos, sobre todo de tipo profesional. Ese es el tema que aborda el libro de Alice Dreger, Galileo’s Middle Finger. The Search for Justice in Science, que ya ha comentado con acierto Roberto en este blog. Justo en el mundo de la ciencia, en el que siguiendo el ideal ético planteado por Robert Merton hace años, debe imperar ese afán por buscar la verdad, encontrarla y compartirla con la comunidad, en ese mundo asistimos a reiteradas persecuciones contra quienes osan contravenir los «dogmas» que determinan el paradigma dominante.

Este es, en estos momentos, uno de los problemas más graves, en gran parte porque pasa desapercibido al estar presente en todos los ámbitos en los que se fragua y expresa la opinión pública. No deja de ser una variante de los ídolos del teatro de los que habló Francis Bacon justo en el período inicial del nacimiento de la ciencia moderna. Luis M. Linde, actual gobernador del Banco de España, escribía una buena reseña de varias obras que exploraban esta nociva plaga de lo políticamente correcto, que cercenaba la libertad de investigación y la creatividad científica. El título, sugerente, era «Animal grotesco, pero feroz»

Estas sutiles, pero tenaces, imposiciones debilitan el coraje que es necesario para defender argumentativamente, apoyados en sólidas evidencias, aquello que pensamos que es verdad. Hacemos concesiones a esos ídolos del teatro porque terminamos por darles plena validez. En otros momentos, cedemos debido a esas pequeñas miserias de la vida cotidiana que nos atenazan a todos los seres humanos: las presiones ambientales, en general implícitas, son fuertes y en algunos casos peligra el puesto de trabajo, la carrera profesional o simplemente el acceso y disfrute de pequeñas prebendas que logramos, pero también necesitamos, para desempeñar nuestro trabajo. La excusa del mal menor siempre nos viene bien para justificar por qué callamos en algunos momentos o por qué perdemos filo crítico en nuestro pensamiento dando por supuesto. O por qué defendemos ideas que en el fondo sabemos que no son verdaderas.

Peor todavía es que, cuando alguien expresa en público algo políticamente incorrecto, con cierta facilidad de renuncia al debate argumentativo y se pasa a la confrontación directa. El disidente es el enemigo y, siguiendo la visión de la política de Carl Smith, está claro que al enemigo ni agua y que frente a él solo cabe la descalificación inicial para lograr su derrota total. Es decir, se está incumpliendo un principio básico de la lógica conversacional: conceder al otro la máxima credibilidad como punto de partida y no incurrir de entrada en la falacia ad homimem (quienes denuncian el impacto negativo de lo políticamente incorrecto son de derechas, por no decir unos fascistas o unos leninistas bolivarianos).  Y desde luego se está renunciando al ejercicio de la razón sine ira ac studio, como exigía Tácito.


Se trata, por tanto de desarrollar una escucha inteligente que incluye no solo hacer un esfuerzo por entender realmente lo que la otra persona quiere decir, sino en pensar que puede tener realmente razón y que eso dependerá de los argumentos y evidencias que aporte. Lo contrario es reproducir la patética e infructuosa discusión provocada por el célebre libro de Sokal sobre las imposturas intelectuales.

Nada más lejos del relativismo epistemológico, otra de las grandes epidemias que generan un clima de abandono en la búsqueda de la verdad. La investigación científica parte del supuesto de que la verdad existe, de que podemos encontrarla y de que merece la pena hacerlo, pues se nos va en ello alcanzar una vida digna de ser vivida. Las afirmaciones que hacemos no son puros constructos, cuyo valor no va más allá del contexto desde el que se habla. Asumido un simplificado constructivismo relativista, se repite con machacona insistencia que todas las opiniones son respetables.

Esta posición tiene dos ventajas importantes: blindamos nuestras propias opiniones frente a críticas ajenas y nos ahorramos la ardua tarea de demostrar la veracidad o falsedad de las opiniones.

Eso sí, olvidamos que hay opiniones inaceptables y que el valor de una opinión está vinculado única y exclusivamente a la argumentación que la sustenta. Hay que respetar siempre el derecho de una persona a expresar lo que opina, pero sus opiniones solo podrán ser tenidas en cuenta en la  medida en que estén avaladas por sólidas evidencias y argumentos.

No voy a ser tan pesimista como para decir que el mundo de la academia y de los intelectuales está alejado del compromiso con la verdad, pero desde luego hay señales inequívocas de que los ciudadanos de la sociedad actual, en especial la sociedad de los países del ámbito occidental, no somos tan exigentes en la defensa de la verdad como deberíamos serlo.

Debe ser que sabemos  mucho de derechos y poco de parresia.

O quizá es algo más pedestre: nos da pereza ponernos a pensar en serio.


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